COSTA
TICA; PÓRTICO DEL EDEN.
VISITA
A CENTROAMERICA
5.-JACÓ
Ganitas
de dan de salir corriendo, las dificultades que entraña moverse por un país
donde las exuberante naturaleza contrasta con los enormes problemas para
moverse, crea cierta desesperación en el viajero, un tanto impaciente que soy yo. Los autobuses, los tan nombrados
autobuses “ticos” - para aquellos que no
lo sepan a los costarricenses se les
llama ticos, ellos mismos se llaman ticos y todo lo que hay en el país es tico- , pues bien los buses; son todos de la
misma época, o sea de unos 20 – 25 años,
traídos de otros países, donde ha han dado el do de pecho y vienen a recalar
aquí a base de parcheo y reparaciones para salir del paso.
Son
lentos, carecen de potencia, son sumamente incomodos, no tienen acondicionador
de aire por lo que las ventanillas van siempre abiertas.
Los
horarios son de lo más dispar, así que puede que para ir de un sitio a otro,
tengas que esperar tres cuatro horas para pillar uno de estos jamelgos.
Tengo
suerte y consigo billete para Jaco, que
esta unos 40 kilómetros más arriba, léase norte, también al borde de la Costa del
Pacifico. Más de una hora y media en
llegar, porque estos buses paran en cada pueblo, además entran dentro del mismo
y pueden hacer paradas tan seguidas, como los buses urbanos de cualquier ciudad española.
Palancas
de cambios largas, que bailan al son que
el chofer les toca, y que golpean las corvas de los viajeros, que se apelotonan
en el pasillo, van llenos hasta los topes, son pocos buses y muchas las
personas que quieren desplacerse, aquí
hay pocos coches particulares y
además la gasolina es más cara que en
España.
Acomodado
en el primer asiento, voy preguntándole al conductor (aquí se puede hablar con
ellos) y me va explicando que toda esa llanura entre la costanera y el
mar, ahora convertida en una auténtica selva de palmeras de aceite,
controladas por una inmensa multinacional norteamericana, antes era la misma
llanura sin fin ocupada por bananeras,
también propiedad de los yanquis, pero
un parásito acabó con los bananos y se reconvirtió en
palmeral.
Me
señala un edificio grande y cochambroso al que se acercan cientos de camiones y
tractores cargados de piñas de
aceite de más de 20 kilos de peso cada
una. Es la factoría de transformación de la semilla de palma en aceite. Un
olor cálido y nauseabundo lo invade
todo, los márgenes de la carretera están copados por los vehículos de transporte
y como
no hay arcenes, ocupan más de
medio carril así que los vehículos que
circulan se ven en la necesidad de
circular rozando la línea continua
durante más de tres kilómetros
que tiene la hilera de camiones que
parecen procesionarias del pino avanzando lentamente.
Los adelantamientos son de infarto, por el
borde de la carretera se mueven pequeñas motos de origen chino de baja cilindrada ocupadas por dos, tres y
hasta 4 personas, prácticamente circulan
sobre la línea imaginaria que separa la tierra del asfalto y tanto buses, como
camiones como coches, les adelantan dejando una distancia tan escasa que al
menor moviendo del manillar, acabarán bajo las ruedas del vehículo.
Legiones
de niños, colegiales uniformados, esperan los transportes escolares que les van
llevando a sus centros de educación. Algunos de estos niños también circulan
sobre bicicletas llevando el hermano mayor al pequeño sobre la barra. Desde
pequeños asumen el riesgo como algo natural, pero desde las casas a los centros
escolares las distancias son considerables y no todos los padres tienen una
moto para llevarles,
La
charla discurre entre la información y la nostalgia y esta vez el viaje se hace
más corto. Le doy las gracias y me apeo en plena calle central; no sé si hace más
Calor dentro o fuera.
Lo
primero es lo primero, así que una birrita y después preguntar un hospedaje
económico. Pero esta población es de turismo más de clase y me cuesta un buen
rato conseguir una habitación en el
“Buda Feliz”, un corralón
con habitaciones a los lados del
patio, sin mosquiteras y sin aire por el módico precio de 55 dólares más 10% de
impuesto municipal; pero como no hay nada más baratito pues me la quedo.
Imaginaros
una habitación que da al patio, sin persianas, sin aire con 36 grados de calor
al borde del mar, con un 99% de humedad…
Dejos
los bártulos y me voy a la playa, esa playa enorme, majestuosa y desierta en la
que como en las anteriores solo se
mueven media docena de surferos y algunos yanquis jubilados que pasean somnolientamente
con sus pantalones cortos, sus camisas hawaianas y sandalias con calcetines.
El
agua está caliente pero se está mejor
que fuera, me quedo más de una hora sin
salir de agua dejando que las olas me desplacen a su antojo. Después salgo y
paseo por la playa abrasándome los pies, así que regreso al Buda y me cambio
las deportivas por unas sandalias de cuero que a partir de ese momento se
convierten en imprescindibles aun dentro del agua.
Almuerzo
en una “soda”, una especie de restaurante baratito y siesta de las de pijama y orinal, que diría Camilo José Cela. Hasta que
los rigores solares dejen moverse por la cuidad para conocerla.
La
calle principal es como todas, algo muy
sencillo, los edificios en Costa Rica son casi todos de una sola planta
con paredes prefabricadas y techos de cinc y un cielo raso interior. Toda la
calle está jalonada por tiendas de regalos y recuerdos, restaurantes, sodas, “pulperías”, que son
tiendecitas de barrio, nada que ver con los pulpos, tiendas de alquileres de
tablas de surf, agencias de viajes,
salones de masajes de todo tipo, bicis de alquiler… en definitiva todo
se mueve alrededor del turismo yanqui,
rarito es ver turistas de otras nacionalidades. De hecho en cada esquina
los captadores de cliente siempre se
dirigían a mí en inglés; debo tener
pinta de norteamericano con pasta.
Las palmeras de la playa se retuercen inclinando
sus palmas hacía en mar como intentando
bañarse. Aprovecho la escasa sombra que prodigan y doy un paseo cansino.
Como viene siendo habitual en mis viajes, compro una
postal para Miry y un dedal para Ángela, dos buenas
amigas, para el resto ya les compraré
algo.
Salvo
las tiendas no hay nada que merezca la pena visitar, como ya he dicho, el arte arquitectónico
aquí se limita a casas prefabricadas y techos de cinc.
Cena
frugal, mas cervezas frías, paseo en la oscura soledad de la playa y prontito a dormir. Bueno lo de dormir es un
decir; embadurnado en repelente los mosquitos siguen haciendo de
las suyas, creo que el “Relex” les alimenta.
Cuando
consigo quedarme frito a eso de las 9 de la noche, pero una música salvaje, no sé
si bachata, si reggaetón o su puñetera madre se cuela por la ventana, rebotando
en la paredes. Me meto tapones en los oídos pero es lo mismo. Una hora más
tarde me levanto y voy a recepción a quejarme.
Me explican que no hay nivel de ruidos máximo y que la discoteca (al aire libre) esta pared con pared con el
hostal. Toda una puñetera noche en vela, hasta que a las 6 de la mañana, ya con
el sol fuera se hizo el silencio
musical, sustituido sin solución de continuidad por las voces de los
vendedores callejeros. Una noche de perros.
Pero
la vida sigue y estoy decidido a continuar mi viaje en plan mochilero, así
que nuevo bus y salida hacia Puntarenas.
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