4.-QUEPOS-MANUEL
ANTONIO
Mi interés en conocer Centroamérica
y en especial Costa Rica, hace que me pase unas horas charlando con David y Beatriz,
a fin de establecer más o menos un
sistema de visitas, a los cientos de lugares de los que he oído hablar y
que parecen ser todos ellos de una
belleza sobrenatural.
Pregunto por la estación del tren y mis anfitriones me
dicen que solo hay dos líneas de tren, que hacen desde San José, la capital dos rutas, una hasta Alajuela y
otra en sentido contrario, hasta Cartago, con un recorrido aproximado de 40 kilómetros
en cada sentido, que la frecuencia es de dos trenes al día, que la lentitud es
pasmosa y que el estado de los trenes y vías es más que lamentable, así que no
me queda más remedio que decantarme por los autobuses.
Tomamos los folletos que me había conseguido el poli y decidimos (decidieron)
que lo mejor era empezar por la costa pacífica y ; realizar los recorridos en
sentido de las agujas del reloj,
marcando como primer lugar de visita la playa de Dominical, un sitio plagado de surferos y algún que otro
perro-flauta, especie con la que me
siento especialmente identificado.
Como buen mochilero,
meto lo imprescindible para pasar una
semana recorriendo poblaciones de nor-oeste de
Costa Rica y a las 5 de la mañana
ya estoy subido a un bus, que me llevará
hasta Dominical; un trayecto de 35 kilómetros para el que se emplea casi hora y
media. El bus tose, los asientos son mínimos,
el aire acondicionado no existe y el viento entra por las ventanas
abiertas abofeteándote con su calidez en
el rostro.
Las calles de Dominical
son de tierra, los tenderetes de vendedores copan todo el borde de la
playa, las tablas de surf brillan sobre las impresionantes olas del
Pacífico, el calor a pesar de ser las 7 de la mañana es agobiante y más con una
mochila colgada a la espalda.
Con todo y eso, me extasía
el mirar al Pacifico, es la primera vez
que lo veo, su majestuosidad aplana, las olas rompen violentamente contra la
arena de la playa saturada de ramas de palmera y de enormes troncos arrastrados
por las corrientes. No está excesivamente limpia, supongo que, porque aún no es temporada alta de turismo
Tras un paseo a lo
largo de la playa, desayuno un “Gallopinto” con un café chorreado y compro una
botella de agua. No es nada barato el chiringuito, pero es lo que hay.
La población no pasa de
ser un pequeño pueblo que no creo que llegue a los mil habitantes, extendido a
lo largo de la playa, carece de interés arquitectónico, así que me voy a la parada de buses, para tomar otro
hasta Quepós, una población algo más
grande con puerto de mar y hospedajes a
mejores precios. La ruta es por el borde de la costa, siguiendo la
carretera nacional “la costanera” lo que hace que no haya prácticamente curvas ni
rampas, así que la velocidad es aceptable aunque el trasto es una copia exacta
del anterior, que me trajo hasta Dominical.
Llego sobre las 13 horas
y el sol es tremendamente cruel, me derrite el cerebro a pesar del sombrero y después
de una cerveza bien fría, la omnipresente “Imperial” pregunto dónde encontrar
un sitio para hospedarme.
Unas cabinas regentadas
por un hombre de unos 70 años, se
convierten en mi casa por unos días al módico precio de 25 dólares una la
noche, tiene ventilador de techo, otro adicional en el suelo y ducha, cama con
sabanas limpais y dos diminutas tohallas.
Paseo la cuidad, ya sin
la chepa mochilera y como en el mercado, lo habitual, un casado (arroz frijoles
y algo de carne) una cerveza y como mi
cuerpo ya no resiste, me vuelvo a la cueva a dormir una siesta hasta la puesta
del sol, que emerjo de nuevo a una ciudad con menos luz, pero abrasadora.
No hay demasiado que
ver, el puerto está cerrado, solo acceden los camiones que cargan mercaderías y
su entorno está sumamente sucio y descuidado, paseo por el malecón, tratando de
encontrar una brisa, que se ha esfumado antes de mi llegada y solo percibo el
cálido y húmedo aliento del Pacífico.
Unas cuantas fotos a
los pájaros y lagartijas que merodean en
busca de insectos y me siento a ver, como el sol desaparece entre una bruma rojiza en el horizonte, un sol enorme, rojo como la sangre, un sol que me recuerda
aquel que veía cada tarde, desaparecer entre las colinas de Kinshasa.
Grupos de jovencitos de
no más de 18 años pasean con calma pasmosa por el malecón, se toman de la mano y se sientan al borde a
ver el atardecer, algún tímido beso en
la mejilla y a seguir mirando la plateada
espuma que generan las olas.
Tomo un sorbo de agua
que está más que caliente, pero al menos
humedece la garganta y aguanto hasta que
la noche empieza a aparecer,
cubriendo todo, con su manto de oscuridad,
momento en que busco un bar donde cenar algo, para irme a descansar, son muchas
horas de calor, al que no estoy habituado y mis energías se resienten.
Tras la cena me
voy a mi cabina y me propongo hacer planes
para el día siguiente. Lo más recomendable y recomendado es conocer el parque
nacional de Manuel Antonio, una reserva nacional, de la muchas que hay, en las
que los folletos te dicen que hay cientos de animales exóticos, a los que
puedes fotografiar, sin usar flash y que no debes molestarlos bajo ningún concepto,
ya que son animales en estado salvaje y pueden estresarse.
La publicidad enumera a
algunos de ellos, monos aulladores, tortugas, serpientes, arañas gigantes,
ranas verdes y amarillas, mariposas, zopilotes, alcatraces, gaviotas, águilas, armadillos,
perezosos.….
La oferta es seductora y al día siguiente dejo en el
hostal casi todo menos el agua, la cámara de fotos y el repelente de mosquitos
y vuelvo a tomar un bus para ir al parque. La entrada para los locales es un dólar, para los turistas 16 dólares. Pago y empiezo a caminar por caminos de
tierra, protegido por las inmensas ramas de los árboles de las de 25 metros de
altura.
Un grupo guiado va
delante de mí y, yo remoloneo, a fin de poner el oído y enterarme de las indicaciones
del guía. Explica donde teóricamente deberían estas los monos aulladores y los perezosos
y nadie consigue verlos, así que le aclara que con estos calores están en el interior
de la selva dormitando.
Después de más de dos kilómetros
de caminata, donde he entablado conversación con una muchachita israelí, pero
que habla español con acento mexicano, llegamos a un punto de la playa, donde
poder bañarnos y descansar en unos bancos
escasos a todas luces, con arreglo al número de personas que estamos en
el parque, así que la chica y yo nos vamos
más lejos y nos tumbamos bajo un árbol de mango, que tiene una frondosa copa y que proporciona
una sombra relativamente agradable.
Fotos y más fotos, y
regreso al punto de encuentro donde los turistas, en su mayoría yanquis, se
hacen fotos con los monos aulladores, que ya no son salvajes, sino que se ponen
en los hombros de los turistas para comerse un cacahuete, mientras son fotografiados
entre tanto, las iguanas enormes o pequeñas, reptan por la arena y roban
trocitos de comida a los turistas que almuerzan sobre la arena; hasta los
zopilotes, los omnipresentes buitres de pequeño tamaño, que invaden cada rincón
del país, se acercan descaradamente dando saltitos para pillar algo de
alimento. Este no es el concepto que tengo yo de la vida salvaje.
Tras un sándwich, acompañado
de la turista israelita (ella es cosher o como se diga) y solo come
determinadas cosas, nos vamos juntos a visitar las cataratas, que al parecer
son preciosas.
Hora y media de
caminata cruel bajo un sol de justicia, ramas, raíces, polvo, y el sonsonete
enloquecedor de las chicharras, de las que hay miles pero todas ellas
invisibles, conseguimos ver dos
lagartijas y algo que podría ser un faisán,
llegamos a las cataratas.
Desilusión. No tenían ni
una sola gota de agua, aquello era un secarral donde ni siquiera podías lavarte
las manos, o refrescarte el rostro. Con un cabreo más que considerable
regresamos a la entrada y manifestamos nuestro malestar al controlador
de la entrada, por esa caminata absurda; que se encogió de hombros, esbozó una
sonrisa y nos dijo
La cascada seca también es bien bonita, “mae”.
Tomamos el bus de
regreso y quedamos en enviarnos las fotos, que nos hicimos uno al otro, promesa
que hasta el momento ninguno de los dos ha cumplidoespero hacerlo un año de
estos.
Dos cervezas congeladas en una jarra inmensa repleta de
hielo (toman la cerveza con hielo) un bocadillo de fiambre y a descansar en espera de un próximo día.
Mañana toca Jacó
Me duermo mientras la
tele ronronea las noticias donde dice que han muerto dos motoristas y que el
puente de la Platina se pondrá en servicio en unos días.
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