Esas cosas que pasan, ayer tomando algo con unos amigos, que conocí
en la Mancha, concretamente en Alcázar de san Juan, hace unos 40 años y con los
que me sigue uniendo una gran amistad,
me comentaron que un amigo común, Don Emiliano, estaba muy mayor; y había perdido la movilidad
y la cabeza, así que le habían recluido en una residencia de ancianos; aunque
los domingos y festivos se” sacaban” a comer.
Hombre de bien este Don
Emiliano, maestro de los de toda la
vida, alto fuerte, culto, educado, en fin un dechado de virtudes.
A pesar de ser unos 20 años mayor que
yo teníamos una estrecha amistad, el desde su
pensamiento conservador y yo desde mi lado izquierdoso.
Pero bueno, la historia es que al
bueno de Don Emiliano le metieron en una residencia, porque ya no se vale, ya
no se entera, ya no es útil, en definitiva, es una carga del día a día.
Él como millones de personas, cuando dejan de ser útiles, cuando ya no pueden
ayudar en casa, cuando ya no pueden ejercer de niñeras, se les aparca en las
residencias a la espera de que un día más
o menos lejano decidan traspasar el umbral y pasarse al otro lado.
¡Qué bueno era, que buen padre, que
buen esposo, que maravilloso abuelo!, Pero lo cierto es que los últimos años de su vida a las personas mayores se les
va aparcando en ese parking de dinosaurios, que ya no
sirven para nada y que solo salen de
allí un día a la semana, para que los hijos vean que maravillosos somos sacando
al abuelo a comer con nosotros, a sentarlo a nuestra mesa, y a lavar nuestras
conciencias cargadas de hipocresía.
Visitar uno de estos centros da
grima, da pena, da dolor de estómago, ver
cómo se van consumiendo esas vidas sin
esperanza ninguna, sin amor, sin más afecto que el que de manera más o menos
mecánica, les brindan los cuidadores que de alguna manera, se convierten en sus
hijos postizos.
Lo tengo muy claro, lo tengo por escrito
n un testamento vital, yo no quiero ir a un centro de estos, no quiero ir a un
desguace apartado, no quiero mantenerme
vivo sin saber que estoy vivo, no quiero ir a comer un día a la semana
con mis familiares, no quiero que me
quiten mi cervecita diaria, mi café
negro ni mi libertad de movimientos, no quiero que me impidan marcharme voluntariamente cuando yo lo
decida, no quiero sentarme al borde de
una cama solitaria y olvidada esperando que la “parca” se digne llevarme con
ella y librarme de esta cárcel en la que
estaré encerrado por el único delito de haberme
convertido en una carga social, o por no valerme por mí mismo. No quiero
ser un vegetal, al que se riega sin darme ni siquiera cuenta de que me están regando.
Quiero que en su momento, cuando no
pueda valerme por mi mismo, o cuando me pase algo peor, que mis
neuronas no sean capaces de mantener
el recuerdo y me empiece a consumir en
el patio del olvido, alguien se encargue de proporcionarme los “cuidados paliativos”,
o como se quiera llamar, para evitarme esa lenta agonía que no va a conducir a nada.
Debiera preguntarse a todas las
personas mayores, si desean seguir siendo objetos olvidados en edificios
apartados, o si por otra parte desearían coger su maleta vital y cruzar al
sitio del que nunca se regresa, y evidentemente respetar su voluntad. Entiendo
que haya quien quiere mantenerse en situaciones límites, pero también se de muchas
personas que piensan como yo y que tiene
derecho a que se tenga en cuenta su voluntad.
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